Cuando uno busca en la memoria recuerdos estos, a veces, se vuelven caprichosamente selectivos, sobre todo cuando intentas recordar cómo fue tu infancia, esos recuerdos lejanos, casi borrosos, de los primeros años en tu vida.
Es como volver al vientre materno, como querer buscar en la mente recuerdos un tanto difuminados, a veces confusos y mezclados, muchas veces, con sensaciones que te llegaron por primera vez. No es una tarea fácil, sobre todo cuando intentamos hacer de la memoria un ejercicio de repaso de lo que ha sido nuestra vida desde entonces. Por eso puede que más de un recuerdo se quede en el tintero y pasado el tiempo vuelvan a la mente, sin posibilidad entonces de volver a escribir sobre ellos.
Aquellas sensaciones de vivir en un pueblo, de recorrer las calles, con aquellos pantalones cortos que nos ponían durante la infancia y que no nos abandonaban hasta que no estábamos cercanos a la pubertad. Daba igual que fuera invierno o verano. Si el frío apretaba en invierno te tapabas como podías con aquellos calcetines largos que llegaban casi hasta la rodilla. Pero no queda el recuerdo de pasar frío. Imagino que el cuerpo se terminaba acostumbrando a aquella forma de vestir.
Aquellas mañanas de ir a la escuela con una helada impresionante, patinando por encima del hielo de los charcos. Cuando nevaba mucho y comenzaba el deshielo, las canales de los tejados se helaban, los pinganillos de hielo llegaban hasta poder alcanzarlos con la mano. Recuerdo que los partíamos y lo chupábamos como si se tratara de un helado. Entonces los inviernos eran mucho mas duros y fríos que ahora. Luego en la escuela siempre había alguien que se encargaba de la estufa. Aquella estufa redonda al lado del encerado, que quemaba carbón y leña para caldear un poco más la clase.
Recuerdo como se calentaba en aquella estufa la leche en polvo que mandaron los Estados Unidos a España en aquello que se conoció como «El plan Marshall». Una leche que mezclada con agua se calentaba mientras alguien se encargaba cada dia de dar vueltas dentro de la cazuela para que no se quemara. Recuerdo aquel sabor extraño. Confieso que no me gustaba, pero había que tomarla, aunque no tuvieras hambre y hubieras desayunado antes de salir de casa para la escuela. Creo recordar que solo la tomé mientras duró el tiempo en la escuela de párvulos, antes de pasar a cursos superiores de EGB.
Aquellas calles del pueblo de tierra y barro en invierno, en las que jugábamos al futbol, bastaba con poner unas piedras que hicieran de portería, elegir equipo y a jugar, sin importar si te hacías alguna herida al caer al suelo. Heridas que se curaban con un poco de saliva o de agua de la fuente y a seguir jugando. Recuerdo los partidos de pelota a mano contra la pared del castillo del pueblo. Aquella pared imperfecta en la que sabíamos cómo rebotaba la pelota para que el contrario perdiera el tanto. A veces le dábamos tan fuerte que la pelota terminaba en casa del médico que estaba al lado del frontón. Después, el que la mandaba por encima de la pared era el encargado de ir a pedirla. Mas de una vez la pelota no volvió porque se quedaba en el tejado. Pero siempre había alguna de repuesto.
Estos son los recuerdos de la infancia, recuerdos que en los siguientes capítulos de esta historia irán saliendo. Ahora se trata simplemente de no hacer muy aburrido este segundo capítulo. Tan solo es una pequeña pincelada de esos momentos de la vida que parecen tan lejanos, pero que obligan por un momento a volver a la infancia.